A qué volver
Publicación de la crónica "A qué volver, acerca del Museo de los Corrales, en el barrio de Mataderos, para el periódico Cosas de Barrio. Edición de noviembre de 2016.
“Mientras haya quien describa con imágenes tan claras y limpias, las escenas de la estancia vieja, la muerte de un pasado no lo será tanto, porque la resurrección está presente en la calidad del recuerdo que la rescata”.
Juan Carlos Neyra, El relincho. Fragmento del texto enmarcado en el Museo de los Corrales.
Avenida Lisandro de la Torre y Justo Antonio Suárez, la esquina del preludio de una peregrinación. En el medio de la calle, separando un tránsito de doble mano, un camino ancho de arena por donde, más tarde, los caballos prestos a ganar para otro, serán montados por los querientes criollos para atrapar la sortija, para agarrar algo en el mundo sin más pretensión que tocar el mundo entero con un envión preciso y rotundo. El sol dora los granitos de arena, la división ilusoria entre el presente de amores, jeans y celulares y el pasado de amores, reseros y zambas; la división ilusoria entre el ahora y el ayer, y la necesidad de construir ese ahora entre la cultura atiborrada, allá, a unos cientos de metros, en el Museo de los Corrales. Miríada de granitos, de miríada de días, de años, décadas que han pasado desde que aquella paisana peregrinó por la misma calle de tierra hacia el facón del gaucho que la amaría en una chacarera. Se escucha que La casa ya es otra casa, / el árbol ya no es aquel / han volteao hasta el recuerdo / entonces, ¿a qué volver? Y la letra todavía se me hace lejana. Los ecos de las manos temblorosas de quien rescató su tiempo no se perciben aún con la claridad del nudo angustioso en la garganta: Marta Mendicute resurge lo viejo y se resurge a sí misma por la forma decorosa con que libra a la memoria. Una mujer que levanta la vista, y me mira, y me dice buenas tardes, y me sonríe con los labios —porque es el único concepto de su sonrisa ahora— mece a su bebé a la vera de un viejo camión, quizá su casa. Mi perro allá arriba inmóvil / viendo la tarde crecer. / y este vacío de ahora, / entonces, ¿a qué volver?, se escucha con el rigor de los cantores de la letra de Marta, y el camino hacia el museo se vuelve una curiosidad: atrapar la letra completa, acercarme al altoparlante donde ella está encerrada, y acariciarme las palmas con las yemas para encontrar esas mismas palabras y hacerlas mías. Volver, ¿para qué? / ¿Para sentir otra vez, que se desboca tu ausencia, / dormida en mis venas / borrada en mi piel. / Para que duela tu ausencia, / entonces, ¿a qué volver? Un caballo come de un manojo de yuyos que le promete la vereda citadina, no colma su hambruna pero es la ilusión del campo la que lo salva. Camino hacia el museo atrapando mariposas, atrapando la canción de Marta, porque la gente ahí, en la feria, en un puesto de rasgos orientales, me dirá “que las mariposas se llevan muy bien con las mujeres, porque no hablan sino con Dios. A Dios le cuentan todo. Y Dios es su único confidente”. A este paso, el museo se vuelve mío, se vuelve esas cajas y cajas de páginas y páginas que, como la miríada de granitos de arena, son ese algo que me justifica, el devenir autobiográfico de un ser más en esta vida y también de alguien que ya no está en mí y que se recobra por la evocación en el instante del canto: Mi puente, mi viejo puente. / ¿qué río verás correr? / Si lo han llevado de Tilcara, / entonces, ¿a qué volver? En el primer puesto, ya lejos las chapas municipales que homenajean al otrora senador Lisandro de la Torre y al boxeador Justo Antonio Suárez, un poni blanco esconde sus ojos cansados de agradar, cansados, cansados, de llamar la atención: se le dispersa el pelo sobre los ojos cansados, cansados, cuando una nena lo acaricia, y lo acaricia, y lo acaricia. La magia ya se ha perdido / ¿quién la pudiera encender? / Ni la tierra ya es de tierra / ¿entonces, a qué volver. Un puesto de antigüedades, sifones de vidrio; máquinas de escribir, y un viejo botiquín desde el que veo los medio cuerpos de los tripulantes de este sendero y, atrás, más atrás, el montículo de arena donde se conjuga lo viejo y lo nuevo, como un mar que se junta inevitablemente con un río. Entonces, ¿por qué volver? Porque hay escarpines en un puesto, porque hay imanes en otro puesto, porque hay escarpines, escarpines y, ya atrás, en las vísperas de la peregrinación hacia un puente de tiempo, una mujer que sonríe con los labios meciendo a un bebé que va a querer que yo vuelva, que describa en imágenes —como puedo y con todas las páginas que tengo—, todo este momento inmenso; para que en él lo mío sea un recuerdo rescatado y ancestro, y en mí un renglón más en la miríada de arena de mi escritura. Entonces, ¿por qué volver? La zamba se ha terminado y el tarareo en mi manuscrito lucha, entre los compartimentos del panal de mis hojas cuadriculadas, para atraparla de nuevo, para atrapar la sortija, para atrapar como criolla queriente, un pedazo de mundo en un solo tirón.
Olor a asado. Ahora, una chacarera. La cabeza de un cerdo en una parrilla y la gran paradoja: un grafiti en una columna de las alas exteriores del museo: “Los animales son alguien, no algo”. Y también pienso en el poni blanco y en el caballo que le arrebató unos dientes de león a la vereda de aquella esquina. Un hombre aviva el fuego en su medio barril de asador. En el Paseo Liborio Pupillo, la miríada es de gente, gauchos, veteranos, paseantes y comensales que abrazan el calor del sol y el del fuego de las brasas esta tarde de septiembre de 2016, que se vuelve recuerdo no bien la nombro. Frente al ala donde vivían los jerárquicos de la administración del matadero, frente al ala donde una pulpería recibía a los reseros que dejaban sus vacunos para comer y descansar, las puertas de madera exteriores del museo, allí donde funcionó el correo oficial, la primera escuela del barrio de Mataderos y un lugar de confesión cristiana: hay telarañas entre los pliegues de la madera, hay telarañas y las arañas no están, en lo viejo se impregna el paso de lo que estuvo vivo y el tejido enmarca el pasado histórico de este suburbio. Telarañas, carretas, nidos de gorriones, de zorzales, de horneros. Telarañas, maquetas que fingen la vida en el campo, esqueletos de animales. Telarañas, el nido de un picaflor, y los hexágonos perfectos de las abejas que ya no existen. Telarañas, el vestido de una paisana, el vestido de Ofelia González, detrás de un vidrio que la actúa celeste y floreada. Telarañas, la capilla minúscula en la que la Virgen de Luján, alumbrada por su hijo y por la luz de este recoveco, todavía insiste en responderle a Marta Mendicute, a la zamba, a mis manuscritos y a las letras y a las palabras todas que he atrapado como una sortija en mis manos: La casa ya es otra casa / el árbol ya no es aquel, “pero tu casa es por aquella casa / y tu árbol por el árbol aquel”.
Telarañas. Telares. Arados. El titular del periódico Ahora, “La muerte prematura de Justo Suárez conmovió hondamente”, y la foto del mismo Justo de aquella chapa municipal, inicio del camino, en El gráfico de 1929. Telarañas, instrumentos, máquinas de escribir, radios capilla. Y enseguida, asomada a una intemperie dentro del museo, supongo todo el sentido por el que he venido: imagino a una paisana caminando del otro lado de la banda de arena, me imagino de este otro lado, hace una hora, en jeans y zapatillas. Nos imagino caminando en espejo. La imagino soltarse de mí, y correr hacia el patio: un cielo de glicinas violáceas, y el mismo perfume de aquellos y estos años; moscas y moscas en el aire; un horno de barro, el aljibe, una pareja baila una chacarera en el centro del patio, y la mujer es la paisana que imagino. Se miran, se cortejan, se abstraen de las moscas, de las telarañas y hasta de los lazos de amor que ofrecen sus hijos en la vieja maceta. Y en la pulpería se acaba el tango: la espalda de un gaucho, poncho al hombro, ropas rojas, el facón más allá de su anchura y los otros esperan sentados a la mesa, él se sienta y es el hombre más hombre de todos: “Traeme una botella de vino”, dice, y entonces, las puntas de flecha en el patio, la pareja que me roba todas las palabras del cuaderno, y el amor, entonces, siempre el amor. El amor que reencuentra al mar con el río; al periódico Ahora con las Cosas de barrio; la vieja estancia con los corrales de palo la fresquera y el apero, y con todas las cosas que fueron alguien imponente que resurgen de una vez en este mundo, engarzándose en un dedo flaco como un anillo que baila; que por amor, baila; que por amor hace bailar incluso a los que no pueden encontrar entre todos los granitos de arena la paz melancólica del mejor de los recuerdos.