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Prólogos

La novela de Gazzoli es un recreo largo hacia un pasado de convergencias en el que, jóvenes o adultos, se encuentran persiguiendo las aristas y los detalles de la génesis de quiénes fueron para saber un poco más acerca de quiénes son. Un intervalo necesario para arriesgarnos, con los protagonistas, a preservar los principios y valores del núcleo familiar; “Un pozo de aguas profundas” en el que flota el hoy de quien trae esos recuerdos; un narrador que, ante el cuenco vacío, bracea sobre la arena para encontrar el mar que alguna vez, bravío o calmo, tan salado como vivo, estuvo y reaparece en “Los días de Elena” y en todos los días que no llegamos a vivir, pero que como olas plateadas, con la magia de la literatura, los narradores de Gazzoli aproximan a nuestra orilla, tan distante de aquellos códigos, de aquellos sueños, de las nuevas improntas de esta vida contemporánea. 

Como “Aeroplanos” que sobrevuelan escenas familiares que construyen narrativamente presumibles acontecimientos autobiográficos que perdieron su condición de hechos para devenir en ficciones, Crónicas familiares invita a sumergirse en un pueblo reconocido, pero rearmado estilísticamente para que cada lector recobre el significado elemental de una experiencia profunda. Porque, en efecto, la novela de Gazzoli puede leerse ordenadamente, página a página, o sin seguir el orden de los capítulos, que se leen como cuentos autónomos erguidos como partes de una cronología. Con su prosa, cuidada, profunda, poética por momentos, nos conduce al reencuentro con nuestras propias raíces familiares, con nuestra propia necesidad de proteger “lo nuestro”, de “Sostener la casa”, entendiendo “casa” como ese lugar/hogar en el mundo de cada cual que defenderíamos si advertimos el menor indicio de que está por caerse. Un lugar, no lugar, en el que con la experiencia de los que ya hemos perdido, podemos alojar con Quinto “definitivamente [un] cuerpo”; un lugar, no lugar, que trasciende como espacio significativo en la construcción narrativa, universal y eterna.

Capturar y disparar

 

"Durante una hora, por culpa de su propio yerro, anduvo irritado con su mujer, sentimiento que habitualmente le servía para sofocar recriminaciones de la conciencia", José Saramago, en

El Evangelio según Jesucristo.

 

Por cultura, pertenencia a un sistema patriarcal, ideología, experiencias o simple elección canalizadora, algunos varones se adscriben a la maratón del más poderoso y timbran un daño, de repercusión explícita y contundente, o un perjuicio que no por tácito es de menor raigambre. Y en esas “corridas” son los nudillos que toman carrera, o es la profanación de la voluntad a través del arrebato del cuerpo, o es el habla y sus giros, apuntados, estos últimos, como “normales”, pero que, con su solidez, quebrantan. O es también el fuego que arde adentro y quema afuera. O es señalar a la mujer (por mujer) como inferior, cadete del hombre en el mundo de los negocios. Y es más: un cúmulo de hechos, acaso infinito, en los que el artífice desecha la posibilidad de su desnudez y la admisión del vacío existencial, que permanece incólume, hueco sobre hueco, después de generar la herida. No es precisa la marca, no. Basta la tristeza posterior, la angustia amontonada, el golpe a la mente. La desestabilización de las auras. 

En este recorrido al que nos invita Celeste, colmado de discrecionales silencios y blancos —de cuyas huellas, su arte, se desprende el compromiso con el amplio mensaje que pretende dar al observador (el ejercicio de su libertad y percepción personalísima lo hará tomar sus atajos y forjar con la mirada la propia historia) —se intuirá que así también en la realidad social de esa mujer violentada, cualquiera sea la forma en que se ha constituido como víctima, todavía se juega a las escondidas. Todavía no se ve — y aquí la ignorancia, la negación y el miedo se trenzan en una venda que enceguece—, no se yergue como violencia lo que, subestimado, se traduce como hábito y se lo estandariza: recibir la diatriba sin huella no es condenable. De las fotos de Celeste, lo inefable, eso que, con la mirada tibia, rellenará el espectador, entregando sus ojos y todo lo que detrás de ellos coadyuva a la construcción de la escena.

Las fotos de Celeste son obras abiertas que invariablemente aseveran algo, pero que demandan la colaboración interpretativa de su audiencia para completarse y reproducirse. Son como un espejo social y, aun lo que no se refleja, invita a confirmar ese hollín acumulado que queda en la mujer y su entorno. Y en el espejo desde la foto, como si fuera una laguna mansa sobre la que se arroja una enorme piedra, las ondas se expanden y el círculo sobre el círculo, como una metástasis, delata el dolor agudo que roza la orilla y se planta en el fondo, en el sótano del sótano de la mujer lastimada. Para Celeste (se oye el rumiar de sus intenciones, se aglutina la saliva en el paladar inferior al descubrir sus “cuadros”) fue difícil abrazar con su arte todas las consecuencias, pero su ojo capturó lo necesario: la duda, la indignación, el resentimiento, el miedo, la dificultad de aceptar para desterrar luego los seudópodos de toda esa violencia, maquillada hasta que pueda repararse. Celeste dispara para sacar la foto y dispara contra el hecho aberrante que le queda inmóvil en su arte, pero que se mueve y se seguirá moviendo para que la foto no se reitere. Y nos represente la dimensión de la cura que, una y otra vez, les exigirá la vida, no ya a los actores de sus fotos, sino a los receptores reales, mujeres reales, sorprendidas por un varón vacío que se envuelve, momentáneamente, proyectándose ofensivamente hacia el exterior debilitado. En este recorrido, Celeste capta y captura los vestigios de un después y la reacción salvaje propia de la desesperación más radical. Acaso los arrebatos propios de quien viviendo bajo el sol fue atropellado por una tormenta eléctrica que emanó de sus pies. Y son nubes, nubarrones, chaparrones, el paraguas siempre abierto, el piloto adherido al cuerpo, el trauma. Quizá una foto, como representación y símbolo de una emoción, nos persuada para que le pongamos letra a ese grito de la mujer momificado en una toma. Celeste captura la consecuencia y dispara contra la causa. Captura y libera a la víctima en un solo acto para distraer al agresor y, con la sociedad, disparar contra sus reprensiones. Es palpable entonces que las fotos de Celeste Benatti no se circunscriben a la invitación visual de su arte: tienen voz y aroma, corazón y textura. Representan el complejo despertar de una aguda tristeza que se instala en la memoria de una mujer victimizada, violentada por la violencia anterior desconsentida, desvestida impunemente bajo los designios de un varón que se fortalece a partir del afuera, de la profanación de la voluntad de un ser humano hasta entonces libre. Hasta entonces virgen de vasallaje. Se ha dicho que la palabra estigmatizada es muy fuerte, pero qué adjetivo puede darle la mano al sustantivo “mujer” cuando se quiere referir el abuso de su persona, la carencia posterior y la huella profunda en su psiquis permeable. En la cotidianeidad, de menor a mayor, se suceden hechos sucesivos de violencia de género y no hablamos ya solo de mujeres víctimas —un texto aparte, y de un especialista, merece el análisis de qué actitud toma la mujer para encontrarse y sostenerse “violentada”—, aunque, arraigadas en tabúes e ideologías, son firmes las idiosincrasias que desoyen que no hay motivo alguno para que la mujer no sea igual al varón en igualdad de circunstancias, pero diferente al varón por su condición de mujer. Siendo que la sucesión de fotografías de Celeste simbolizan escenarios en los que las mujeres son víctimas, es necesario dejar a salvo con la artista que no se desconocen por esta elección las innumerables situaciones en las que el varón es el blanco de ultrajes físicos y psicológicos proferidos por mujeres y que son frecuentemente callados, quizás  por razones que se derivan del cliché de que “los hombres no lloran”, por vergüenza de la agresión de que son víctimas o porque su “supuesta falta de hombría” se vería así expuesta.

Las miradas, como blancas, el secuestro de la mente, el espíritu enmohecido y el vértigo; en las fotos de Celeste hay una puesta en abismo: la mujer fotografiada enmarca una historia que osará reproducir el observador con pancartas y banderas, en una marcha silenciosa, en un piquete contra la repetición y la “normalidad” del hecho. Y la mujer (y el varón) sabrán que la soga que los ata está corrompida, y bastará (será un buen comienzo) la aceptación y el rechazo de la inconducta del otro para que los nudos se desarmen y la esclavitud interior se disgregue, de a una letra por vez, con  el supremo poder de la palabra.

Un rayo de sol entre las sombras


“-Y a continuación -seguí-, compara con la siguiente escena el estado en que,

con respecto a la educación o falta de ella, se encuentra nuestra naturaleza”.
Platón en La República 514a.

“¿Vos ves? No, sólo sombras”. ¿A qué oscuridad, a qué penumbras, a qué discapacidades alude el narrador de Entre sombras? ¿Se limita a presentar al lector las vicisitudes de un personaje no vidente que se siente castigado “sin haber hecho nada”? ¿La narración se sustenta en la historia de un abogado no vidente que intenta solapar su resentimiento; lográndolo en algunas instancias de fe y de esperanza; potenciándolo, en otras, en las que la realidad le demuestra que lo que no hace la justicia ciega lo hace el hombre impotente a través de la venganza? No, en la novela de Jackie Vidal, las sombras no se circunscriben a aquellas entre las que conviven las personas no videntes: en el accionar de su principal personaje, el narrador ilumina con un rayo de sol literario, todos los microclimas sociales, todos los grupos humanos que viven en la más extrema y peligrosa oscuridad. Denuncia, a su vez, a aquellos otros grupos que se confraternizan para exacerbar las penumbras en un afán de mantener un estatu quo que les permita preservar una posición de poder o alcanzar una mayor “jerarquía”. Es así que, en el decir del personaje principal, esa forma de alimentar el círculo vicioso de la miseria y del hambre no revela otra cosa que la discapacidad de quienes operan con esa finalidad; no revela sino que detrás del velo de sus personalidades actuadas, sólo existe un cúmulo de carencias, acaso insalvables; más graves, sin duda, que la carencia de visión. Por otra parte, el narrador, y acaso el autor, persuade a los lectores, a ese grupo inmenso que encuentra en sus elecciones literarias una forma de acceder al mundo inteligible, invitándolos a huir de la alegórica caverna de Platón. Los incita, en este sentido, a exponerse a ser iluminados por un rayo de sol, o por muchos rayos de sol que le representen diversas verdades, relativas todas, pero que, sin duda, no son aquellas que, revistiendo el carácter de meras apariencias sensibles, se encuentran camufladas en la penumbra, entre las sombras que se reflejan en el interior de la caverna por el efecto de la luz de una hoguera. Y el narrador nos conquista: logra que, en el paseo de la mirada, renglón por renglón, nos desprendamos del marco de un paisaje dibujado, para hender los obstáculos con que se enfrenta Claudio Sánchez, un abogado no vidente, cuyos sentimientos se sindican en un intento de contrarrestar la marginación sufrida, y en una tentativa genuina de solapar la discriminación que sufren aquellos que la sociedad descarta del grupo de los “normales”. El lector, entonces, errabundea con el personaje no vidente acompañándolo en un viaje que, por la atracción que genera cada perspectiva, no admite recreos: en cada estación, de pronto, una carencia más se ilumina, una impotencia más se potencia, una sociedad toda se nos va presentando entre sombras.
Los que ven, pero no quieren ver. Los que ven, quieren ver, y luchan para que una lamparita ilumine una oscuridad extrema. Los que no ven, e intentan insertarse en el mundo laboral, en la sociedad, y obtienen respuestas de hombres videntes que no ven nada y que, frente al bastón blanco del otro, se auto-declaran implícitamente discapacitados. Y los que lo ven todo, o casi todo (y siempre desde un punto de vista), y los enarbola el deseo por el mantenimiento de la dignidad; la exaltación del valor de la justicia sin digitaciones ni corrupciones; la asunción de las carencias y de las propias limitaciones, y la práctica ambiciosa de valores como condición ineludible para ser más capacitado, más digno, menos ciego.
En la novela de Jackie Vidal lo imperceptible está lejos de ser aquello que Claudio o Lola no pueden ver y es, justamente, lo que está delante de los ojos de un vidente y, sin embargo, no puede percibirlo. Y lo perceptible es, entonces, aquello que así se torna para los que potencian la función de la vista, para aquellos que ven más allá de los contornos porque lo miran todo explorando sus contenidos. Y es, fundamentalmente, lo que por la falta de visión, rozan, huelen y escuchan los no videntes: los otros sentidos se apropian de la visión que falta y se desarrollan de tal manera que hasta la seducción, la caricia sexual, y el acceso carnal, se tornan más elocuentes, menos delimitados por lo que los ojos ven que por lo que las manos trazan en su movimiento y lo que ese roce produce en el propio cuerpo y en el cuerpo del otro.
La novela de Jackie Vidal es, entonces, una convocatoria a sumergirnos en una lectura en la que cada renglón será un paso menos para salir definitivamente de la alegórica caverna de Platón en la que todo lo que se ve y se refleja parece verdadero porque esa es la percepción posible entre las sombras. Poco a poco vamos saliendo de la oscuridad para enfrentarnos a la realidad sino del mundo, sí de nuestro país; sino del país, sí de nuestra carenciada Buenos Aires en la que “no todo es luminoso, muchas cosas están entre sombras”. De manera que, al igual que los prisioneros que logran salir de la caverna platónica y, al regresar, ya no pueden negar lo que vieron ni dejarse embaucar por el reflejo de figuras aparentes; leer Entre sombras puede significarle al lector la adquisición de una nueva visión, de una nueva posición irreversible frente a la realidad.
Asimismo, el narrador nos revela la disyuntiva de sentimientos que se les presentan no sólo al personaje principal sino también a todos los que, de una manera u otra, son marginados en una sociedad que, por su enfermedad y discapacidad, perpetúa el estado de indefensión de aquellos que, frente a la inoperancia de quienes son representantes de sus auxilios, cuentan con dos opciones, y tantas veces solo con una.

O canalizan la bronca, y la inferioridad con que lapidariamente se los sentencia en vida, de manera de superarse y sentir la pertenencia, aunque “tampoco el olvido a ultranza es saludable”; o se resienten, colmándose de un rencor sin límites que no encuentra otra vía de expresión más que el delito y, en consecuencia, aunque sólo para esos “delincuentes”, de las sombras los encaminan a un nuevo encierro: a la penumbra, otra vez a la penumbra, apenas mitigada por un minúsculo rayo de sol que, con excesiva dificultad, logra refractarse en el piso de la celda, “un lugar que no mide más de tres por tres metros, y sólo hay una hendija en lo alto de una de las paredes, por la que entra un poco de luz”.La novela de Jackie Vidal es, como toda obra abierta que completa y reescribe el lector, un paseo en la montaña rusa de la justicia ciega, que nos balancea, nos agita, nos torna críticos y deseosos de opinar y es, por eso mismo, un motivo para que nos encontremos con nosotros mismos, para que lo que leamos se nos presente como “un espejo” de esos sentimientos y pensamientos que, atesorados en nuestro interior, nos permiten enfrentar la realidad de una sociedad acostumbrada a la impotencia. Sin embargo, acaso el personaje principal de Entre sombras, va más allá del atesoramiento, mucho más allá del descubrimiento de las verdades relativas de la sociedad. Claudio Sánchez se pone los atuendos de la justicia olvidada para ayudar a los “marginales” e intenta eliminar los gérmenes de un resentimiento que va in crescendo en su interior y que no responden al legado moral que le había dejado su padre. Se viste de guardián de la justicia, y canaliza sus desesperaciones y sus frustraciones como no vidente procurando encontrar un sitio más digno para todos aquellos que; en el decir de los “poderosos” son los “elementos” que los perpetúan en sus cargos, “son votos y (…) si cobran fuerza propia pueden volverse en contra”; y, en el decir del abogado guardián, son personas que necesitan un mano, dos manos, una denuncia, una investigación, una lámpara que ilumine sus vidas y revierta sus condenas: necesitan, y él lo sabe y por eso lucha, que dejen de estar presos en el supuesto goce de la libertad individual que, de tal, solo tiene el nombre.Leer Entre sombras es entonces una toma de posición del lector; un acto de valentía que lo hará pensar y cuestionar los actos del personaje principal y de los secundarios; y aún más: será una apertura mental que le permitirá traspasar las fronteras de sus cuestionamientos actuales para incorporar nuevas preguntas, nuevas respuestas, o nuevos silencios. Y le pasará al lector lo que a Claudio con sus limitaciones visuales: sentirá que hay algo que está delante de sus ojos, palabras que exceden el término, que los hará ver más allá al quebrar “una barrera inexpugnable que le dará un gran temor atravesar, a la par que le creará un deseo irrefrenable de hacerlo” Porque la lectura de la novela es, en cierto modo, lo que el recobrar la visión es para un ciego: “La visión amplía el espectro y hace que haya más de una versión para todo y eso provoca confusión”. Ese es el juego que propone Jackie Vidal, un juego en el que no hay contrincantes: sólo el narrador y el lector sentados frente a frente para intercambiar opiniones, polemizar sobre la historia del país, sobre la sociedad de nuestros días, sobre las circunstancias de vida y de no vida de muchas personas. Y, en otra lectura lúdica de las reglas propuestas por el narrador, se presentan los sentimientos “oscuros” como inevitables en su surgimiento y expresión aunque los personajes intenten frenar, sin lograrlo, a aquellos que los lastiman. En la novela de Jackie Vidal, esos sentimientos se postulan y deciden hacerse uno cuando la justicia no corrige lo que la venganza desterraría. Y si la venganza no se manifiesta, Claudio vuelve a quedarse entre sombras; Claudio Sánchez, el otrora guardián de la justicia, se queda preso en su interior como cuando “deambulaba por las calles con la desesperación de quien siente que ha perdido todo”.La novela de Jackie Vidal es, en definitiva, una invitación a despejar las nubes negras que, a la altura de nuestros ojos, no nos dejan ver que somos un poco ciegos, que somos un poco carentes, que deseamos que existan guardianes que despejen las tinieblas y que profesen la justicia sin escollos ni corrupciones. Que deseamos que deje de caracterizarse como “discapacitado” a alguien que ha perdido la visión y que se resignifique el vocablo y sólo pueda utilizarse para hacer referencia a los que han perdido sus valores, a los que se han quedado sin escrúpulos, a los que beben y beben del agua de los marginados y, sin embargo, no les basta con ahogarlos, no les basta con sentenciarlos a que no puedan vivir sino entre las sombras. Así, la novela de Jackie Vidal es, página a página, un espejo de la sociedad, una forma de hacerse eco a la inquietud del personaje principal que, al recobrar la visión “No entiende cómo hace la gente para convivir en esta comunidad (…) travestida” Porque, en efecto, esta novela nos proporciona lo que tantas veces Claudio sugiere les falta a aquellos que “(…) tienen la cara tallada. Nada les provoca ni una mueca. La única expresión es de sumisión”, y que viven en lugares “donde no llega la mano de Dios”: el conocimiento, el conocimiento que los extrapolaría de esa posición, que les permitiría el ejercicio de una libertad sin tantas menguas ni acorralamientos políticos y que, en consecuencia, los sacaría de las sombras y del círculo vicioso que regenera la clase dirigente para subsistir. Y ya no sentirán que están “hechos de restos de cosas que nadie quiere”. Y Claudio Sánchez y nosotros sentiremos que muchos de quienes nos representan, y aun quienes se niegan a advertir el engaño que se difunde en la caverna, sufren de la peor de las cegueras: la que no permite vislumbrar y encausar las miserias que diagnostica y revela la realidad de Entre Sombras y la realidad misma.

Los ojos en otros ojos

 

“No consigo dormir:

tengo una mujer atravesada entre los párpados.

Si pudiera, le diría que se vaya,

pero tengo una mujer atravesada en la garganta”.

“La noche”, Eduardo Galeano

 

Hay hilos invisibles, imprevisibles, que mueven la historia.

Hay una secuencia de incertidumbres que se suceden, de pronto, en la vida quieta de las personas y de los personajes. Y entonces es un remolino y una ola gigante en altamar, en el medio del océano, que empapa pronto los pies calzados de una mujer en la otra orilla. Y sus pies ya no son sus pies. Y no hay calzado. Y está descalza: desnuda.

En Esa otra mirada una profusión de ojos varoniles y femeninos se escudriñan entre sí, a veces para desviar el foco de atención en la propia imagen frente al espejo, aunque más temprano que tarde el reconocimiento será ineludible: después de la grieta ya no podrán escapar los ojos de esa otra mirada que se antepone y se anticipa para siempre a todo lo visto, a todo lo reconocible.  

Se sucede un pesar y se desmorona la estructura de códigos y convencionalidades armadas hasta entonces y los personajes se desconocen, no son “ellos” y, a la vez, son “esos ellos” que se invisibilizan sin las contingencias, que emergen ante la fatiga.

Se desaprende lo que no sirve, se barren los prejuicios y solo se atiende al juicio del corazón y del deseo, al juicio del fluir que se escandaliza en el ritmo del interior en la nueva etapa, en la etapa frágil que acaece y enloquece antes del  redescubrimiento. Y la soledad puede ser inmensa. Y la adversidad puede ser impostergable. Pero es, precisamente, en ese instante de esquirlas cuando la impiedad de los hilos, invisibles, imprevisibles, mueven y remueven la historia.

Perseguidos por un simple empleado de mantenimiento que alumbra y oscurece el escenario, Irene se hilvana los tajos con un amor foráneo que roza el ideal que, en la apariencia, completa la mundanidad de su vida cotidiana. Irene se siente presa de una estructura, dueña y a la vez esclava de sus actos y de los actos de los otros. Hasta que Esa otra mirada es como un espejo nuevo que, sin deformarla, le muestra otra cara de la luna, allí donde da la sombra, allí donde el sol llega menos, allí donde sus pies son perseguidos por sus pies.

Irene estará descalza. Todas las mujeres y todos los varones, personajes corpóreos, tangibles, en el goteo y el devenir de la tinta, se irán despintando las máscaras y brotarán sus esencias, incluso sus vistas salvajes.

Nadie es culpado. Ni el hombre por sus miserias, ni las mujeres por los riesgos que asumen. Los personajes de Esa otra mirada van sumándose a la focalización latente del narrador: se van mirando a sí mismos, condescendientes con los actos ejecutados, con sus ojos infieles, enmascarados, y con esos otros ojos que se van trazando sobre los suyos para abrirse a un mundo más cercano a la lealtad que a la hipocresía.

La prosa de Sula Stagnaro, así, comanda a los hilos de sus argumentos en tanto otros hilos, invisibles, mueven nuestros brazos, nos instan a pasar las páginas, nos piden a gritos que dejemos de estar quietos si con eso solo queremos ganarnos un lugar en el cielo. Nos piden a gritos que despintemos la rayuela y pintemos con tizas de colores una infinidad de laberintos que nos instiguen a la búsqueda incansable de nuestra salida. De la puerta sin llaves. De la puerta sin picaporte. De la puerta de aire y viento que queremos atravesar para seguir andando.

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