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Gisela Vanesa Mancuso

Con alas en los pies


Murga "Los Mocosos de Liniers"

“Somos murgueros con alas en los pies; /

de gorrión, el alma; /

de luna, la piel. /

Somos murgueros de risa al pasar /

nos late en el pecho / todo el carnaval”.

Alicia Ingas, compositora de Los mocosos de Liniers.

Plaza Sargento Cabral. 21 de enero de 2017. 18.45. Siento el calor entre las yemas y la lapicera que suda y me resbala. La brisa espira el aliento de los aludes de calor consecutivos del verano. “Cómo le va, dele, le chiflo en el ensayo en el que estemos todos”, me había dicho Demian unos días atrás, y no pude esperar a que volvieran todos de las vacaciones. Aquí estoy, con la expectativa de esa niña cuyo padre la llevaba a las murgas de su barrio, con el bombero loco, las matracas y las serpentinas. Esperando y mirando a los que se esparcen en la plaza para identificar en el ritmo corporal si pertenecen a esa banda que me insuflará los ojos de recuerdos de agua.

Los mocosos de Liniers ensayarán a las 19; en tanto, el piar de los pájaros en las copas de los árboles y una pelota de fútbol, impregnada con polvo de ladrillo, le pide un favor a mi empeine.

Efectivamente, ellos ya están entre los que han llevado sus mantas para matear bajo los árboles antes de empezar. Me acerco a una familia, forman parte de Los mocosos. Me convidan un mate y, mientras sostengo con un brazo y el pecho mi anotador, entibio la tinta de mi lapicera en el mate que succiono, de perfil y encorvada. Algunos de los que conformaban el banquete de la merienda se levantan, apurados, como si tuvieran que resolverme una urgencia, para buscar y acercarme a los integrantes que saben mucho de estos grandes y pequeños murgueros.

José se yergue y se queda conmigo y mi anotador. Es el hombre que lleva el llavero de su casa y su casa en el bolsillo del pantalón. El bolsillo que esconde las llaves y por donde cuelga, hacia afuera, la foto acrílica de un joven. Trata de adelantarme información antes de que lleguen los más viejos de la banda. Me cuenta que desfilan en toda la ciudad, pero que en Mataderos se les complica. “Piensan que somos de Vélez. Aunque Los caprichosos nos ayudaron una vez, los espectadores nos insultaron y nos tiraron piedras”, me cuenta, y enseguida, como excusa, necesidad y su misión de discípulo que continúa participando en la murga en honor a alguien, agrega: “Me acuerdo muy bien de ese día. Fue hace algunos años. Mi hijo, que murió del corazón, vivía. Estábamos juntos desfilando para Los mocosos”. Cuando no sabían para dónde disparar porque llovían blasfemias y pedradas, su hijo le dijo “papá, no sé para dónde ir. Está pesada la mano”, y José le contestó lo que hizo siempre, lo que hace ahora: “hijo, yo voy con vos’. Se me estruja algo adentro porque Fernando no sabía para dónde ir aquel día y después se fue y José se fue con él: la mirada vidriada; el llavero que cuelga; su hijo fuera del bolsillo; los honores de sus compañeros; los compases que, sentado, hará cuando los otros ensayen; y ese traje: “Guardo el traje de mi hijo, con el que bailaba para la murga. Ni lo toco. Lo miro. Lo miro mucho. Ahí colgado. Perfecto, completo, brillante. Ni lo toco. Solo una vez lo usé. Pero nunca más”. No puedo dejar de creer que es el momento de volverme a casa, ahora, con esta intuición de que hablar de los murgueros que quería conocer puede resumirse en esta historia que un hombre, con la piel rasguñada por el sol y el duelo, cuenta haciéndome palpar una música de polvo que preludia el ensayo murguero que está por empezar.

El sol se entromete por entre las ramas de un árbol frondoso. Estoy sentada sobre el pasto observando, de cerca y de lejos, a mocosos de todas las edades. Cuatro generaciones de murgueros que comenzaron allá por el ’53, como se ve en una foto antigua que me muestra Miguel Ángel, “en la que hacíamos de cuenta de que tomábamos cerveza, ¡pero las botellas estaban vacías!, ¡te juro!, ¡estaban vacías! ¡eran para la foto!”. “Los que están ahora son bisnietos y nietos de los que inauguraron esta murga. Somos como 150; más de 100 son viejos murgueros. Los mayores de ochenta vienen a ver los ensayos para control: Tarantella (así le decimos porque es la voz cantante); Lauchín (que es muy chico). Casi todos los viejos murgueros tienen sobrenombre”.

Pero el más grande hoy es Pepe, 79 años, “atiende el puesto de diarios Aníbal Troilo, entre Mosconi y General Paz”, me cuenta Alicia, la referente a la que fueron a buscar: “Ahí en el puesto hay un montón de fotos de la murga”.

Cuando llega Pepe, acapara toda la atención de mi lapicera: “En su momento, el referente era Tinti, tenía 88 y bailó hasta el último día de su vida. Era un ejemplo para nosotros. Los últimos tiempos no bailaba, desfilaba, pero solo movía las manos. Hasta lo hacíamos desfilar adentro de una heladera Sheridan, que él mismo había conseguido. Después, pudimos hacerle un trono y en los desfiles era el rey”.

Pepe baila en la murga hace diez años. Dice haber sido siempre un tiro al aire y un casado que no ejerce. “Mi mujer dice que esto no es cosa de gente de mi edad y yo soy así, salgo de mi casa todos los días silbando”. Se lo percibe enérgico, contento, predispuesto a hablar horas de la murga y de su historia de vida, con morisquetas, chistes, y esa actitud propia de un niño que quiere llamar la atención.

En las conversaciones con los más grandes, y especialmente con Pepe, Alicia y José, se hila entre palabras ese amor simultáneo por la murga y el tango; se percibe esa asunción de gorriones, nostálgicos, alegres, que también alzan la voz para la crítica social con recitados estentóreos, bombos y platillos. Y esa fusión, fusiona el arte y los une. Aquí se encuentran, no tanto desde la pulsión de las murgas de antaño, ni siquiera por la génesis de esta misma murga, como por el deseo irrefrenable de mantener vivas las Cosas de barrio que extrañan, el lugar de pertenencia: el reconocimiento del otro, el amparo del espacio en el que crecieron, que es como la copa que sostiene a los pájaros, el deseo individual de ser alguien entre otros, sencillamente.

Son las 19.20. En una esquina de la plaza, en el extremo de la diagonal del camino de piedras naranjas, preparan los parlantes bajo los últimos rastros del sol intenso de esta tarde. Ahora llegan los bombos con sus platillos con la inscripción Los mocosos de Liniers. Llegan los bombos grandes, y llegan los bombos pequeños que alzarán y harán sonar unos mocosos de no más de tres años. Cuelgan silbatos de todos los cuellos. Arielito está preparado frente al micrófono con Alicia, que recitará el prólogo poético del desfile.

Son las 19:45. En la armónica de un murguero con capacidades diferentes —todos ahí somos capaces diferentemente—, suena una música que me arrima al cielo, que me evoca torrentes de amores y recuerdos que se despiertan en mis entrañas: Arielito es el puente de sonidos de viento hacia la exposición del desfile murguero. En la otra esquina de la plaza, en diagonal, todos agolpados, aplauden cuando Arielito culmina el soplido que los estimula. Alicia les grita desde la otra esquina que no le digan que se ha muerto el carnaval, y todos raspan las suelas en el piso, como quienes entizan los tacos de pool. Suenan los bombos. Suenan los silbatos. Bailan avanzando hacia los ripios de aquella reciente música de viento. Una nena de dos años baila detrás de los tambores y se adelanta siempre al lado de Pepe que, sin suspender su actuación, devuelve una pelota que llega de la vereda.

Levantan el polvo del camino de piedras de ladrillo. Disgregan la piedra de ladrillo y forman el camino de polvo naranja. Ellos hacen el camino naranja bailando y cantando hasta que los tambores llegan a la otra esquina y los bailarines quedan distribuidos en todo el perímetro del camino interior, naranja, que vienen haciendo todos los sábados del año. Ahora Arielito baila. Y pasa un padre corriendo a su hijo, y me quedo mirando a ese padre que corre a su hijo, porque me quedo mirando unos rasgos que se parecen a los de la foto en el acrílico, en el llavero, al hijo de José, Fernando. José sabe que no es. Yo sé que quiero que sea. Y miro: José, a lo lejos, sentado a una mesa de cemento y tablero de ajedrez, murguea con una zapatilla y una sonrisa que se extiende hasta donde le da la fuerza de los labios. Un perrito le ladra a los tambores que encabezan el desfile. El líder de los tambores es un nene de tres años que aprovecha el silencio hasta la próxima canción para reacomodarse el instrumento sobre el muslo. Hace calor. Pepe se levanta la camiseta y exhibe su torso bronceado. Yo escribo. Alicia canta.

Y el sol se va, mientras ellos bailan. Solo va quedando una brisa tibia que mantiene el polvo naranja en el aire unos segundos, ese polvo naranja que ya pronto bajará para volver al camino.

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