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  • Gisela Vanesa Mancuso

Un líder para la manada


“Cuando uno no sabe a quién llamar,

llama a los bomberos”.

Guillermo Endendyk,

Subcomisario Cuartel 8, Nueva Chicago

9.10. Martes 24 de enero de 2017. Lisandro de la Torre 2830. Cuartel de bomberos N.° 8, Nueva Chicago,

Mataderos. Un perrito longevo, entre beige y canoso, con dos o tres bigotes blancos, se purga con unos jirones espaciados de pasto debajo de la ligustrina. Pronto sabré que él y su compañero canino, de un manto marrón y ojos celestes como agua presurosa de alta mar, desandan su calidez y tibieza, para transformarse frente a una alerta, como siempre, cuando se escuche desde la cabina el llamado evocador: “¡cuartel 8!”. Me recibe en su despacho el subcomisario Guillermo Endendyk y, muy amablemente, junto al subinspector Cristian Bottara, quien pronto subirá en el asiento de acompañante del coche autobomba, me pone al tanto de la función que cumplen, de la vocación del equipo de trabajo. La charla se interrumpe.

9.35. Después de más de dos semanas “sin salida”, un local en Alberdi al 5500 requiere la acción. El clima de silencio y formalidades se quiebra en segundos; mi lapicera tiembla sobre los renglones del anotador y escribe sin respetar las rectas; los perros ladran como instruyendo a los ocho bomberos que subirán al coche autobomba, brilloso, rojo como el fuego que arde dentro de los trabajadores, rojo como un rojo que se irradia en la oscuridad del cuartel y alcanza a los que no salirán, a los perros, a mí. Suben siete varones y Elizabeth Aybar, la experta en logística. La adrenalina se percibe en el aire del lugar, todos sudamos, como si ya en la acelerada preparación comenzara a urgirles apagar un fuego, el propio y el físico que los reclama.

9.37. Están vestidos con sus trajes, que soportan 1200 grados. Suben al coche, impulsados por los perros que viven en el cuartel, recogidos de la calle, respondiendo al líder de la manada, el suboficial de mayor jerarquía, Señor Gabriel Claudio Castro, que es bombero hace treinta y ocho años, aunque pudo retirarse hace trece.

9.40. Los bomberos ya están en el lugar. Informan al cuartel que se trata de un “panorama 2”, una de las expresiones con que el equipo ha armado un lenguaje ante la urgencia. Se comunica desde el lugar que se recalentó el horno de la confitería Las pepitas y se prendió fuego la fibra de vidrio. Los dueños habían logrado mermar el fuego con baldes de agua y el accionar de matafuegos de polvo, y parte de la manada logró apagarlo finalmente con la propulsión del agua al llegar. Castro me dijo que volverían pronto y ese trozo de tiempo fue todo lo que necesité para conocer la vida de un Señor que no esperó nunca las gracias cuando salvó una vida: “Esto no lo anotes. Cuando estaba en otro cuartel y pasó lo de L.A.P.A., yo estaba de franco mirando la televisión y almorzando con mi mujer. Pero le dije, ‘perdón, mamá, pero me voy a ser bombero’”. Castro es un hombre alto, en apariencia rudo “porque hay que dirigir un equipo y el poder es la soledad. Los únicos que me acompañan son los perros”; sin embargo, cuando la confianza se gestaba, él sonreía y se le formaban pocitos en las mejillas. De soslayo, los que habían quedado en el cuartel, lo miraban y sonreían. De mirada recta, ojeras quemadas, para el Señor Castro, ser bombero es su vida. “No tengo otra vida que ser bombero” y se huele esa vocación que supieron trasladarle su abuelo y su padre. “Y yo no los obligué, pero mis hijos y mi sobrina también están en carrera”. El jefe de guardia, Urgu, con el que había hablado varias veces por teléfono para visitar el lugar, hoy no está, pero sus compañeros recuerdan un incendio en el que se quemó, y mucho, con brea. El bombero suboficial, al que inevitablemente se le forman pocitos al sonreír, “esto tampoco lo anotes” (nada que tuviera que ver con su función, con lo que él considera es su deber, debía anotarse. ¿Pero mi función? Mi vocación es anotar). “Esto tampoco lo anotes” es el latiguillo para que se encienda mi lapicera. Y es que en esta sociedad malsana, es necesario reivindicar a quienes aman lo que hacen y lo hacen, aun en la soledad del poder, entendido como poder hacer, y no como lugar desde el cual pueden hacerse “otras cosas”. Necesité, entonces, exaltar la humildad de un hombre que no esperó, de un hombre que hizo y hace lo que tiene que hacer. Sabrá perdonar que mi vocación es hacer lo que tengo que hacer también. “Esto no lo anotes”, y yo anoto. “Una vez, un señor trajo a una nena, de por acá. Un muñequita. No tenía signos vitales: había almorzado y se había tirado a la pileta. Estaba ahogada…”. Lo interrumpí porque no entendía por qué habían acudido al cuartel y luego sí, hay una idea social que él confirma: “el bombero es salvador de todo”. Esa nena no hubiera sobrevivido si él no hubiera aplicado su pericia. “El médico del S.A.M.E. me felicitó”. ¿Y el padre de la nena? “El padre de la nena no volvió nunca más. No vino a darme las gracias, pero no las esperaba. Es así”. Me conmueve, siento la omnipotencia de reparar una falta de otro, y te doy las gracias yo, suboficial Castro, por haber salvado a esa nena con cara de muñeca.

10.10. Está regresando el coche autobomba, demorado para cerciorarse, a través de bromatología, de que no se vendiera la mercadería arrollada por el polvo de los matafuegos. Están regresando y lo sabemos porque los perros esperan en la calzada, a medio metro del cordón, inquietos, ladrando, mirando hacia la derecha.

10.15. El interno 347 entra de culata, los bomberos bajan transpirados, todos estamos transpirados, se sacan los trajes y se van a bañar. “Polla”, la única mujer de turno hoy, Elizabeth Aybar, me concede una foto después de cierta resistencia. Su femineidad es tan extrema como su vocación. No quiere sacarse una foto sudada, no quiere, hasta que me la pide, y estamos las dos, ahí, como emblema del género.

10.30. Los perros se calman. Descansan, jadeando, en un rincón oscuro del cuartel. Lo busco a Castro para despedirme, pero no está. Saludo a su equipo y como no pude “dejarle dicho” algo tan largo, le escribo ahora, con Cosas de Barrio: aunque son más importantes los premios que empapelan toda una pared de su casa (“esto no lo anotes”), le doy las gracias, gracias, gracias y, como ciudadana, quiero dejarle escrito que volví a mi casa orgullosa de él, orgullosa de que él esté en su lugar en el mundo para cuidar a las personas, para salvarlas, para enseñarle a su manada todo lo que aprendió para apagar el fuego que daña y mantener vivo el fuego que nos empuja a vivir la vida que elegimos.

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