El otoño del hombre que duerme en la plaza
Crónica de la Plaza Salaberry, para el periódico "Cosas de Barrio", domingo 2 de abril de 2017
Viejo Hospital Salaberry de paredes remendadas /
tu estructura descolada, ya dice que no va más. /
Pero no cedes jamás, siguen haciéndote injertos /
Y aunque aparezcan expertos, con planos y con maquetas, /
vos siempre pones la geta y nunca te das por muerto.
Fernando Villar. Primera estrofa poesía “Viejo Hospital Salaberry”, en mármol tallado en la entrada del Centro de Salud Salaberry.
Domingo nublado de abril de 2017. Olor a lluvia, la sensación de que las nubes bajan y bajan pretenciosas de confundirse con lo que todavía queda de las copas de los árboles. Es otoño y los fresnos dejan caer las semillas escondidas en sus lágrimas extensas. Me alejo del tráfico de Alberdi al 6200 y en la Plaza Salaberry, hacia Bragado, en el cantero que la bordea, un chico se sienta con su perro.
Se escuchan gritos desde una mesa de ajedrez. Tres hombres. Uno de ellos, sabré después, duerme debajo de una planta con flores violáceas, en colchones degradados, entre trapos y cajas vacías de vino. Están tomando alcohol.
Una pareja de jóvenes ingresa a la plaza, de la mano, y surcan los caminos bordados con flores de palo borracho, aún frescas. No hay nadie en la plaza de juegos. Las multitudes son de horneros y palomas que toman como nuevo lo que descartan los árboles y la frescura del bebedero cuya canilla no puede cerrarse. El torrente es siempre de un agua limpia que forma charcos alrededor del predio del Jardín de Infantes, la escuela infantil número 6, del distrito escolar 20, donde un guardapolvo cuadrillé azul y blanco, como un árbol, desprendió su corbatita.
Un dibujo recuerda que el 14 de abril cumple años Mataderos y en otros tantos los niños disfrutan, pincelados, de la calesita El capricho, inaugurada hace más de tres décadas, ahora cerrada, vacía, con la salvedad de dos gatos que se disputan una mariposa monarca y juegan con las alas de esa libertad perdida. Pronto sabré que ahí detrás, debajo de un follaje con flores violáceas, duerme uno de los señores que grita y bebe, allá, un poco más lejos, en la entrada del Centro de Salud N°4 Juan F. Salaberry. El nombre del nosocomio es en honor a un hacendado, tambero y filántropo que, a través de sus socios, tras su fallecimiento en 1908, donó el terreno a la municipalidad para que se construyera un hospital, un hospital que hoy no existe, que hoy se reescribe en el centro de salud, de paredes frescas y modernas. También llevaba su nombre el mirador que en 1858, para avistar el ataque de los indígenas, sus colegas tamberos construyeron en lo que hoy es Avenida General Paz 12.700.
“¿Maestra, un cigarro?”, me grita el chico que descansa con el perro. Me acerco. Cajas de vino, botellas de caipiroska y de cerveza, preservativos estampados en el cemento. Le doy dos cigarrillos al dueño de Capitán Morgan, el perro negro y grande de 9 años que “está sucio. Le gusta jugar en la tierra”. Como en toda la zona, los honores al gauchito Gil: “La casita del gauchito Gil la cambiaron. Rompieron el candado, la saquearon. Hay otra en la esquina. Si en este país no se hace nada, ¿por qué castigaría a alguien el gauchito gil?”, dice y enciende uno de los cigarros que le di.
Me acerco a los hombres que ríen y gritan. Sobre uno de los enrejados de la escuela infantil, un grafiti se lee, dificultosamente, sobre los rombos del alambrado: “Avellaneda arde. La Boca late. En Mataderos, cuidate”. Por entre esos mismos rombos, un árbol del encierro de adentro, inmiscuye los brazos de cortezas y ramas por entre las rejas y sus protuberancias, como nudillos, que toman envión para el golpe al aire exterior, quedan en la presunta libertad del sendero de adoquines de la plaza.
Redescubro el Centro de Salud y, a la par, estoy cerca de los hombres que desayunan con alcohol. Los más jóvenes se levantan, se van. Jugando al ajedrez de todos los días sobre ese tablero cerámico, el que queda, el indigente, mira la pequeña taza de su infusión. “Buen día”, digo. “Buen día”, responde, aunque no es un buen día cuando alguien lo dice y enseguida mira hacia abajo. Pronto lo entiendo. Cerca del busto de Ofelio Becchio, cerca de las hojas amarillas del gomero, cerca de la bandera izada que flamea enfurecida con el viento de este día, está la cama del señor que toma alcohol en una taza china. Del señor que se queda solo sentado a la mesa de un desayuno imperfecto, mientras aquel chico aplasta el cigarrillo en el suelo y se va a su casa con Capitán Morgan porque el cielo va a llorar y va a llover. Ya empezaron a caer las primeras gotas.