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  • Gisela Vanesa Mancuso

"Enhebradas"

Actualizado: 8 nov 2021

Presentación de la antología en el Espacio Y. Sábado 6 de noviembre de 2015.


La tierra descalza de una casa rodante: el poeta y la poesía


Poetas, pies, piel, tierra descalza.

Poesía, tierra descalza de un sendero en sequía.

Enhebrarse en la unión y en lo común; pasar de un lado a otro para pinchar la tela, para sentirnos vivas, para dejar ir a las mariposas, para atrapar el aire puro en nuestra red.

Enhebradas se me presenta como el espacio construido por, sobre, y con la pandemia del mundo y, sin embargo, más ampliamente, como un mundo otro, como un símbolo universal para las desavenencias de lo humano en lo sucesivo.

La belleza emergente de la belleza en potencia y en acto de las autoras no se circunscribe; por el contrario, o como corolario del círculo, se inscribe como una metáfora que enarbola la multiplicidad de lo que ahueca y de lo que agranda a la vez, de lo que es abismo de escalón y escalera de precipicio: los hilos que se atrajeron como polos eléctricos a pesar de los techos, a pesar del auxilio a la intemperie cotidiana, a pesar de ese amor reservado para cuando fuera el momento.

El libro, así también, se imprime como alegoría del acto escriturario, la tierra descalza de una casa rodante: la poeta quieta y andando en el declive del verso; y la poesía, entusiasta, dentro del cuerpo y en la punta de la lengua.

En torno a los cercos de cada individualidad durante la cuarentena, en el contexto de la prohibición real de las salidas y del ejercicio semipleno de la libertad, el andamiaje fue la escritura, fue la conversión, la mutación de la no posibilidad en la oportunidad.

Como escribiendo en el aire íntimo de sus cuatro paredes, las autoras dejaron un mensaje que cruzó los umbrales y, desde cierta ceguera o intimidación coyuntural, rozaron papeles que, en principio, parecían no asumir más que la blancura o el silencio.

¿Pero qué sonó en este protocolo de oscuridad?

¿De qué color fue en verdad el papel en blanco?

¿Dónde, el silencio, si un pájaro a lo lejos existía antes de ahora y recién ahora parecía que existía?

¿Dónde, el silencio, si en los puntos imaginarios de las bocas que conversaban, si en los abrazos de los dedos a las lapiceras se trazaba, con el lenguaje (¿de qué otro modo?), un remiendo, una moda de ropas sueltas y zapatos cómodos, y unos sonidos cercanos al canto de las aves?

En efecto, los zorzales no gemían entre carcajadas en la primera impresión: nos faltaba el hábito de aguzar los sentidos, de reconocer y registrar la insistencia de la naturaleza incluso en las veredas urbanas anestesiadas por las corridas de siempre.

Nos dimos cuenta de que somos poesía antes que poetas y que entonces podemos escribir alejadas de un paisaje por ahora inasequible. Nos dimos cuenta de que el paisaje, otro posible y provisorio, estaba detrás del vidrio de la ventana o a expensas de un espionaje desde el balcón.

¿Cuántas poesías salen, como en Enhebradas, de la creencia de la falta de poesía ante la adversidad televisada, contada en redes, como gotas de un suero hiriente?

¿Cuántas poetas, cuántas mujeres, nos enhebramos durante la pandemia y ahora y antes para dispersar a los seudópodos de la tragedia allí donde queremos empinar un nido enhebrado como respuesta a la inclemencia?

¿Cuántas, como un mantra, como una religión, hacemos arte para dejar que la contrariedad nos pase y nos traspase aunque duela, aunque deje de doler, aunque volvamos a ser aprendices que nunca aprendieron lo suficiente?

¿Cuántas luciérnagas hay todas las noches hoy, menguando el sudor de los duelos que se transitan, hilvanándolos con cadencia?

Enhebradas es ola erosiva que rompe y repara en un libro cuyas autoras amasaron las secuelas de los cerros y del encierro y, con sedimentos atávicos, reconstruyeron sus casas dentro de las paredes propias, proscribieron la proscripción de la ternura deviniéndola ternura multiplicada sobre la mansión de la palabra poética.

En Enhebradaslas costuras estéticas son, a la vez, vestidos, pantalones, volados, bolsillos: suturas con las que el corpus literario se yergue como una esperanza de cura; de huida; de salvación; de asumirnos también como del aire y del viento; de creer, en definitiva o provisoriamente una y otra vez, que una aguja en un extremo pincha y en el otro no; y que, en ese otro extremo, hay una hendidura, un ojal, por donde cada ojo espía su poema.



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