El estandarte de la libertad
Crónica para Cosas de Barrio, Plaza Ejército de los Andes, 11 de marzo de 2017
Mediodía del sábado 11 de marzo de 2017. Entre las de Rivadavia, Corvalán, Ramón Falcón y Albariños, la plaza Ejército de los Andes. En el fin de esta mañana, el viento intercala la sombra y la luz sobre el parque. Alrededor de la plaza, caminan varones y mujeres solos, con auriculares; otros, con sus perros o con sus parejas. Sobre el ala de Rivadavia, no mucho más que los ruidos estentóreos del tránsito de este día comercial; sin embargo, al ingresar por un camino hacia el centro de la plaza, la mirada y la escucha se centra en lo efímero, en lo simple, en lo que está ahora, en lo que se hace y deshace en segundos como una crónica literaria: no bien la escribo se des-escribe para dar lugar a la hoja en blanco de la inmediatez con que se aceleran las escenas de la cronología, aunque siempre quede ese revuelo y ese intercambio entre los humanos, los árboles, los animales y las cosas, que acaso deletrean una fotografía perdurable.
Un cartel en las rejas, de fecha desconocida, sigue buscando a Luna, una caniche blanca que se perdió en Tonelero y Fonrouge y más allá, hacia Ramón Falcón, pende de un barrote una botella grande, con tapitas de colores hasta la mitad, de esas que se donan, de esas que se necesitan para que en la demasía de la colaboración ciudadana se produzca la mejora en infraestructura de un hospital público o de un escuela. A veces, no hay más opción que unos millones de tapitas de colores. En la mesa con mosaicos que conforman un tablero de ajedrez, una mujer le tira las cartas a otra, y desdibuja la suerte de los potenciales peones, alfiles y reinas, con figuras coloridas que le sacan una sonrisa a la consultante. “¿Cuánto es?”, le pregunto. “$350”, me dice, y tanto y tan poco, ¡pero tanto para conocer el destino!, ¡o para semejante injusticia! Y lo justo es que justamente el destino parece un mantel que está ahora sobre el tablero de ajedrez en el que escribo; donde apunta el sol con sus rayos después del viento; donde caen los ripios de un temporal anterior, ramas de los árboles que, a la vera de Corvalán, están abrazados por jirones tejidos de hojas secas. Un niño, con su bicicleta con rueditas anexas, sigue al papá que, en la bicicleta grande, procura estar siempre detrás de su hijo. Pronto, seguramente, trozarán las piedritas de ladrillo con sus rodados, ya sin anexos, los dos a la par. En uno de los sectores de juegos, el griterío cesa espaciosamente. Ya ha pasado el mediodía, es la hora de volver a casa para almorzar. Una nena es símbolo de esa necesaria rutina: lloriquea cuando la madre se adelanta con el monopatín rosa en la mano y el padre estira el brazo para llevarla hacia otro lugar. En la esquina de Rivadavia y Corvalán hay una perspectiva: un hombre duerme frente a la gran escultura central a la que le han robado su placa; una pareja de jóvenes se abraza en un banco y, sobre el barniz de una guitarra que ha apoyado cerca él, se proyecta el sol que la entibia y devuelve la luz y el calor hacia mí. Avanzo. La escultura sin nombre no está sola. La escultura en la que una mujer mira de perfil a un varón que la protege con su pecho, mientras un niño, detrás, lee un libro y los mira, está secundada por algo que simula formar parte, pero está vivo: es un gorrión en la mano rota que tiende el esculpido hacia el cielo, un gorrión a quien delata el viento y el batir de sus alas en esa postura de equilibrio perfecto, los ojitos al sol, un monumento del instante de la vida que llamaría destino si no fuera porque alguien lo promete más allá, al ingreso del parque. El pájaro se queda ahí largo rato, abrazado al sol que le templa el futuro vuelo. Detrás, un homenaje, una placa de acero tallada a la que a nadie se le ha ocurrido robar, a pesar de que ha quedado suelta, en el piso, sobre un mármol agrietado en el que han grabado una cruz: “Ramón Insaurralde, a ‘El enano”, 3/6/1969 – 11/10/2009. Te recuerdan los chicos de la plaza”, un recordatorio que en su materialidad tal vez sea esa carta sobre el destino que solo se puede leer después del destino. Como ese otro fragmento, omitido en la primera perspectiva, que se me exhibe al avanzar, al mirar de cerca: la guitarra criolla, entibiada por el azar del sol, no está sola, también la chica ha apoyado su guitarra, del otro lado, donde la sombra es más precisa. En otro banco, el amor es igualmente amor, pero más expuesto. Los besos se acurrucan en ese banco escondido al que no llega el ruido molesto del tránsito de Rivadavia. Los besos se acurrucan de espaldas al busto del General San Martín y de la placa, sondeada por hormigas negras, grandes que —sabré después— anticipan una lluvia de unas pocas gotas de lo último de este verano, y en la que se inscribe al General como el “estandarte de libertad latinoamericano”. Las hormigas recorren las letras talladas como reescribiendo la belleza de la libertad que se proclama. Por allá, por el comienzo de esta crónica, en apariencia inicial sin destino, siguen predestinando la vida: “tenés que hacer algo que te sirva”; por acá, en un árbol pequeño, los ripios de los adornos y las luces de la Navidad pasada. El gorrión se infla en la mano quebrada, sin dedos, del hombre esculpido, alza vuelo hacia el sol y suelta una pluma que el viento hace planear agitándola hacia el banco de las guitarras calladas y los abrazos completos, y hacia ese otro banco de los besos aislados del mundo bullicioso, de esa boca que se completa con otra boca, una boca que protege lo propio e interior como burbuja iridiscente que no da paso al alfiler de una sequedad que la quebrante.
La fuente de agua, sin agua. Un niño hace trepar un árbol a su rana ficticia, de peluche, y se va, detrás de la mamá, hacia el otro patio de juegos, el más clásico, donde a esta hora el sol ya no llega. “¿Tirás las cartas? ¿Cuánto sale?”, “$350”. “Gracias”. Y gracias es todo lo que se puede decir cuando uno llega a una plaza y no sabe que encontrará un gorrión en una mano extendida de piedra; ni una guitarra y otra guitarra al pie de un varón y una mujer abrazados; ni una chapa suelta, escondida, que recuerda a ese chico de la plaza, Ramón, que partió sin ningún vaticinio. Claramente, uno no sabe cuál es su destino o, claramente, por la oportunidad del asombro, no lo quiere saber. Por ahí, puede descubrirse, y con él cierta calma y esperanza, a través de los adornos del arte de la lectura de figuras por $350, sobre un tablero de ajedrez, bajo un árbol vivo abrazado por hojas muertas. O tal vez, el futuro se le presenta a uno cuando solo va a buscar una plaza y encuentra destinos ya proclamados y presentes que se van dilucidando en el tibio forcejeo entre la voluntad y el azar. Entre lo que uno quiere ver y lo que uno no quiere escuchar. Entre la camada de incertidumbres que el viento llevará o traerá sin que podamos reconocerlo definitivamente sino después de la hora y el minuto que han pasado cuando escribí “Mediodía del sábado 11 de marzo de 2017”, sobre un tablero de damas o ajedrez, con una lapicera, una hoja en blanco y los sentidos destinados a un antojo que siempre pica y rasca sin ninguna certeza.