El silencio según Roberta Andrade
Publicación de mi cuento "El silencio según Roberta Andrade" en Revista Extrañas Noches - literatura visceral, abril 2017.
Me llamo Roberta Andrade; mi nombre artístico, Andra. Hace unos pocos meses, después de mil cuatrocientos sesenta días —durante los que me alisté en la tarea de la desinsección—, volví a escribir. Porque soy poetiza y vivo al lado de una casa abandonada.
Apenas habité mi propia casa, el entusiasmo por el silencio que prometían los alrededores permitió una obra poética prolífica que me embargó con una paz nunca antes alcanzada. Incluso gané primeros premios que no fui a retirar. Sin embargo, ese silencio tan aliado al artista; que implicaba ausencia de gritos agudos y llantos de niños, de peleas maritales, de botellas que irrumpen en el piso y resuenan en esta pared, fue una hipocresía de silencio. El silencio no existía. No existe. No. El silencio no existe cuando se vive al lado de una casa abandonada.
Las telas de araña se regeneraban en todos los rincones; siempre tan aguzada y meticulosa, pude oír el cruce de hilos que, para formar el tejido milimétrico, forjaron las patas de las viudas negras y de las pollito, como cuando a mi abuela se le chocaban las dos agujas en un brindis continuo, en cada punto, de una potencial bufanda. Por las noches, las ratas cercaban la parra del patio. El 21 de diciembre del primer verano había mil doscientas cincuenta uvas. En lo sucesivo, cada madrugada, encerrada en la habitación, percibí la alegría de los hurones al comer, de a una noche por vez, unas doscientas cincuenta uvas, y el caminar agitado, a carcajadas, de las ratas famélicas. Las cucarachas levantaban las rejillas y andaban a la par de mis pantuflas; los mosquitos depositaban huevos en los vasos de la cocina y en los cántaros en los que enraizaban los esquejes de mis plantas. En lo hondo de la rejilla del lavadero, dos alacranes, un día, por suerte, fueron de gran ayuda: devoraron uno de los nidos de las cucarachas. Después de varias mudanzas, después de haber vivido en casas en las que se filtraban quejidos de muertos, interferencias en las radios apagadas, y la rutina estentórea de un vecino que pasaba por la puerta todos los días, mañana, tarde y noche, tocando el bombo, compré esta casa por las promesas de silencio. El silencio prometido no existió. No existió el silencio durante mil cuatrocientos sesenta días. Hasta que puse mi esfuerzo, y llegó la paz que ansiaba para ejercer mi vocación.
En las otras casas, no conté con ayuda. Los propietarios no querían devolverme el dinero. Pero este caso era distinto. El problema nacía en la propiedad de al lado. Hilaria, la heredera de la casa abandonada, venía una vez por mes: retiraba los rollos de impuestos, arrugados e inflados por la lluvia, que los carteros encajaban en la reja, luego barría la vereda así nomás y se iba. Antes de molestarla, procuré hacerme cargo de aplacar los murmullos de los bichos y las heridas que me propinaban. No hubo caso: el epicentro de cada nido estaba en su casa abandonada.
Hice lugar en la alacena: en el primer estante ordené todos los frasquitos vacíos de mermelada en los que guardaba las especias; en el segundo estante, también en frascos transparentes, venenos en polvo, cebos y aceites de citronella pura con menta de caballo y otras mezclas: caléndulas, quesos y hierbas disecadas. Tuve que ser muy cuidadosa para no usar un frasco peligroso y colocarlo, por error, entre los frascos de los condimentos, aunque a esa altura confiaba en mi memoria: reconocía los aditamentos según los colores, los olores y las texturas. Eso sí, antes del orden, comí mermeladas de a cucharadas soperas toda las mañanas de los mil cuatrocientos sesenta días sin escritura.
El tiempo de silencio, con el que creía contar para escribir, se me fue en la investigación, el almacenamiento y el combate de arañas, ratas, hurones, cucarachas, hormigas coloradas, babosas, mosquitos, ciempiés, alacranes y chinches. El silencio seguía enturbiándose con el caminar nocturno y a veces diurno de todos los bichos. Por un intervalo, creí que ya habían muerto, que ya no estaban en casa. No hice más que escribir una palabra en una hoja en blanco que retornaron, más grandes, más fuertes, menos vulnerables a mis insecticidas. No quedaba opción: Hilaria era responsable del asunto.
Comencé a prestar atención, desayunando cerca de la puerta de mi casa. Una mañana —eran las cinco y cinco—, escuché con precisión la llave en la cerradura de la reja de al lado y, enseguida, el arrastre de la escoba de paja con que Hilaria barría la vereda. La reprendí sin vueltas:
—Hilaria, ya hice lo que tenía que hacer en mi casa. Los bichos vienen de la tuya a la mía. Pasan por las rendijas de las puertas, yo los vi. Y por las medianeras. No puedo más. Por favor, hacé algo vos.
—Qué raro, Roberta. No hay bichos en mi casa, pero sí, voy a llamar a un fumigador, quedate tranquila.
Hilaria cumplió. El fumigador vino, yo lo escuché: desparramó, también en mi umbral y en las medianeras de la terraza, el olor nauseabundo de los líquidos que tanto conocía. Detecté cada uno de los componentes y supe que no darían resultado. Ya había probado con todos, sueltos o fundidos, y los bichos siguieron tomando mi casa. Efectivamente, nada cambió. El silencio siguió, incólume, sin existir. Los bichos ya se habían acomodado en sus lugares profundizando sus particulares chillidos como si los hubiera aceptado, como si me hubiera resignado a su invasión y a mi muerte. No. De ninguna manera. No era así. Debía ocuparme de lo mío. Hilaria debía ocuparse de lo suyo, de lo suyo que me afectaba: yo necesitaba tiempo para volver a escribir. En silencio.
Increpé a Hilaria una vez por mes durante los siguientes seis meses. Ella había contratado al fumigador y yo seguía almacenando ungüentos en frascos de mermelada. Ya venía mal con la diabetes: las picaduras devenían en lastimaduras que no cicatrizaban: tajos y más tajos que exhibían la carne viva de mis empeines, mis brazos y mis mejillas.
Pensé que la mejor solución era que Hilaria viese, con sus propios ojos, como se dice, que sus bichos estaban en mi casa. Atenta durante el desayuno, escuché la llave en la puerta de al lado y la escoba de diez pajitas con la que Hilaria hacía que despejaba la vereda.
—Hilaria, te invito a tomar un té así ves vos misma lo que te digo de los bichos.
Y aceptó.
Se sentó a la mesa mientras yo calentaba el agua y buscaba las hierbas de frutos rojos en mi alacena. Le serví la infusión en una vieja taza de porcelana que heredé de mi abuela y estrené para Hilaria una cucharita de plata también heredada.
—¿Ves lo que te digo, Hilaria? Así no se puede vivir.
Hilaria hizo un fondo blanco con el té, me dijo qué rico, aunque frío, y miró el piso y todo su alrededor.
—Roberta, no hay ningún bicho acá —sentenció, degustando todavía los ripios del té.
—¿No los ves? Está lleno. Lleno, Hilaria. Lleno.
—No. Todo huele a limpio y perfumado. No hay nada, Roberta —reafirmó.
Yo me quedé abstraída, pensando en los beneficios del silencio que había venido a buscar a esta casa; en ese silencio que vine a encontrar para escribir poemas desesperadamente y por salud; en ese silencio que implicaba la falta de gritos, insultos, llanto de niños mal criados; de ese silencio que repelía las peleas y los moretones; de ese silencio. Ese mismo. Ese mismo que hace doler cuando no hay. Ese que hace doler cuando no existe. No existe. No existe. Hace doler. No existe. Hace doler cuando uno es chico y te pegan con un cinturón de cuero con hebilla plateada y te dejan en la espalda esas marcas que se agusanan sobre la columna, fucsias, rosas, fucsias. No existe. Hilaria no quería que existiera para mí.
Y ya de regreso al convite, mirando con qué tranquilidad Hilaria plagiaba con los dedos los dibujos de las flores y la mariposa grabadas en la taza, comprendí que no podía ayudarme, que no quería ayudarme, que era una negadora, un bicho raro, el bicho más raro que había visto en los últimos mil cuatrocientos sesenta días.
—¿Otro té? —le pregunté.
Y en silencio me dijo que sí.