Cosas de amor
Crónica acerca del Hogar Los Carasucias, de Mónica Carranza, para el periódico Cosas de Barrio.
Muchas veces los chicos me pedían algo para comer […] Así conocí a Raúl, a Malevo y a Mónica, una negrita mota que andaba siempre descalza…. ¡Esa particularidad me recordaba tanto a mí! Tendrían entre 7 y 10 años. Comencé con esto en marzo del ’91; los chicos todas las noches me tocaban el timbre para pedirme de comer. Un día se me ocurrió hacer milanesas a la napolitana con puré; puse mi mejor mantel, una mesa bonita. Cuando los hice pasar, Malevo me preguntó: “¡Eh, doña!, ¿quién viene a comer? ¡Qué mesa! Yo me reía y les dije: “Vienen tres príncipes que yo quiero mucho; vamos, lávense las manos y la cara, que la tienen sucia”. “Los Carasucias” en El dolor de la miseria, relato autobiográfico de Mónica Carranza, Página/12.
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—¿Usté es médica? ¿Viene a curarnos? —me preguntó un nene de 7, habitante del Hogar Los carasucias.
—No. No soy médica. ¿Y vos qué hacés acá?
—Juego. Me gusta jugar. Juego al fútbol.
—¿Y cuándo seas más grande que vas a hacer?
—Mmm… Futbolista.
—¿Y si no?
—Cocinero o Arreglador.
—¿Arreglador? ¿Qué es eso?
—De autos. Arreglador de autos.
Diálogo del 24 de junio de 2017, a las 15, en el salón de juegos del primer piso del Hogar, frente a una pared poblada de sellos de manos y pies de colores de los habitantes de este inmenso recoveco de luces, en Mataderos, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Esta conversación, en apariencia trivial, entre un adulto y un niño, es un simbólico resumen del legado y del deseo practicado, y aun póstumo, de Mónica Carranza: Que los 39 habitantes, menores de edad, que hoy cobija el hogar estrenado hace siete años (con miras a una expansión con que el predio espera con las manos extendidas) sepan un poco acerca de quiénes son hoy e intuyan y proyecten, con las caras limpias y las panzas saciadas, quiénes querrán ser en el futuro cercano o lejano. Cuentan con la guía de una crianza en la que los valores del respeto, la honestidad y la dignidad son los pilares fundamentales, custodiados por psicólogos, el amor de las voluntarias, el de Beto, el de Roberto, el de José, el de los asiduos visitantes, Soledad y su esposo, y el de la comunidad artística que en silencio no los olvida y los acompañan en sus luchas. Nada más preciso que la canción de Alejandro: Aquí es “Todo a pulmón” en esta “realidad tirana / que se ríe a carcajadas” […] porque “espera” sin lograrlo “que [nos cansemos] de buscar”.
José Carranza, el hijo del albergado corazón de Mónica (Asunción Dolores Carranza), se enorgullece de esa foto con Alejandro Lerner, que me envía por WhatsApp, después de nuestro reencuentro apenas ingresé al predio del Hogar Los carasucias.
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Son las 11 del 24 de junio de 2017. Ya declarado rotundo y contundente, el invierno nos corrió por la casa para recobrar las ropas lanudas y los pantalones gruesos. Sin embargo, como si el hada de toda la energía solidaria que recibí durante la semana anterior se hubiera encarnado hoy en el sol, se asomó entre las ramas desnudas del árbol de mi esquina, como una resolana fuerte que, sin quemar, alumbraba el camino por emprender. Mónica Carranza, fundadora del comedor y del Hogar Los carasucias, falleció el día más inocente de todos los calendarios: el 28 de diciembre de 2009 y, a pesar de que su carne ultrajada por una vida de luchas y esfuerzos ya no se visibiliza en un cuerpo, la declarada en 1997 Mujer del año, todos estos años y esta mañana, se despereza con el sol, como un ramo de hojas nuevas en el otoño del fresno. Y todas las ramas, que se erigen hacia arriba, hacia abajo y hacia todos los costados del mundo, brújula natural del instinto del amor, que vuelven tan pequeño el mío, señalizan distintos senderos porque son los rayos —eso quiero creer porque me fuerza a ser alguien mejor— de la esperanza y de las raíces de la esperanza que dejó en mí aquel septiembre de 2005 en que la conocí, en su casa y en el entonces hogar El nidito, donde me abrazó como si me conociera de toda la vida, como se dice. Como si me quisiera, sin importarle, quién era. A ella, en verdad, nunca le importó quién era alguien desde la perspectiva de prejuicio alguno, palabra y acto de cultura que ignoraba: lo que ella miraba en los seres humanos era quiénes podían llegar a ser con la tibieza de su mejor mantel, limpio, estampado que, más tarde, llevaría las marcas de las salpicaduras de comida, de los chapuzones de los utensilios de sus primeros chicos que saciaban el hambre con una alegría desesperada que se correspondía con la tristeza alegre de la anfitriona de la calle, de la miseria, de la infancia ultrajada y de la resignificación del pasado a través de todos los niños que se cuidaron a partir de la llegada de su sueño.
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El viernes 16 de junio de 2017 hablé con Beto, el amor de la vida de los últimos años de vida de Mónica. Si no está cerca del teléfono o está ocupado, Beto no atiende. Y es una suerte que a veces no atienda “nadie”: en un contestador la voz estimulante de Mónica parece hablarte en vivo. Ese viernes Beto me dijo que podía ir al hogar cuando quisiera. Que le mandara fotos de mi visita de hace doce años, de mi abrazo fotografiado con Mónica. “Te mando la foto grupal, en la que están los que me acompañaron. Sigo buscando la foto en que Mónica me arropó en su remera blanca con la impresión del lema Los carasucias. Sigo buscando la foto en que la arropé con mi saquito rosa de primavera”.
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Son las 12 del sábado 24 de junio de 2017. El sol sigue siendo inusual para este invierno de Buenos Aires. El comedor Los Carasucias, en Pilar 1838, hoy está cerrado. De lunes a viernes, con la ayuda del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, ahí comen —o desde ahí se llevan sus viandas— más de 300 personas, entre adultos y menores. Sin embargo, en frente, en Pilar 1851, está abierto el gran campo del Hogar. Marta me espera. Marta, el pulmón del lugar, me espera. “Te esperaba. Beto me dijo que ibas a venir”. Roberto, el hijo de Mónica, respira en ese lugar colmado de fotos repartiendo aire y calor como estandarte del legado de su madre: “No quiero ni que vos, ni Marta, ni Beto permitan nunca que este lugar se cierre”, afirmó Mónica con su convicción, con el sentido de toda su vida, antes de morir. Marta parece replicar el mismo significado de la existencia: “Yo estoy acá hace muchísimos años. A mí me hace bien estar acá. Aunque me fui tres años, volví. Volví porque no puedo no estar acá. El día que me diagnosticaron el síndrome de Barrett y me dijeron que si no me cuidaba me quedaban cinco años, no pude volver a mi casa, en González Catán, no quise. Iba a llorar. Entonces vine al hogar. Vine acá y se me fue todo”.
José Carranza, hijo del corazón de Mónica, está en el predio. En la entrada. Le mostré la foto que había encontrado, donde estaba con su madre y otras visitantes que me habían acompañado: mi hermana, mi mamá, amigos. “No, pero esa no es la foto más linda. Yo me acuerdo de vos, vos viniste a mi casa. Yo tengo una foto en la que están solas, vos y Mónica abrazadas”. Esa es la foto que estoy buscando hace mucho tiempo adentro de una caja de zapatos donde se esconde la memoria más precisa. “Yo te la mando”, me dijo. Y me abrazó como abrazaba su mamá.
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Desde el lunes 19 al viernes 23 de junio visité a amigos y recibí visitas. No había hecho más que sugerir, como en 2005, una juntada de juguetes, ropa y alimentos para llevar cuando el 24 de junio de este año visitara el hogar. Como movidos por una fuerza más poderosa que la dislexia con la que a veces leemos a los otros, o nos miramos, confundiéndonos, desconociéndonos como iguales, por la triste grieta de los bandos de la que tanto se habla y que tanto se vive, mi entorno afectivo me esperó en su casas o en los sitios de habitual encuentro y retiré y me trajeron bolsas para llevar al hogar. Alumnas; mi profesora de yoga; compañeras de yoga; amigas; mi prima Mariela y su mamá Liliana que vinieron con los tan bien recibidos cartones de leche larga vida que el viernes 23 coronaron la semana de juntada solidaria. “Gracias. No tenía más y a los chicos no les gusta la leche en polvo”, me dijo Marta al otro día, frente al letrero que abre paso a las habitaciones de las nenas: “Debemos cumplir con nosotros mismos para que crezcan felices”.
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El 24 de junio de 2017, a las 12, llegué al hogar con todos esos eslabones de donaciones que habían colmado, apilados, el pasillo de entrada de mi casa. Un gato acebrado se agazapaba frente a las palomas y a las torcazas que parecían no temerles. En el campo de juego, los varones jugaban al fútbol. Y con esa pelota un poco desinflada pude devolver, con mínima dignidad, tres pases que se salieron de los márgenes de la cancha y volvieron con mi patada desde los dedos enfilando la pelota hacia el pie del lejano y temporario compañero de juegos. Recordé que, cuando en el colegio, se hacían campeonatos de deportes, elegía el fútbol de mujeres, porque los demás no me salían.
Desde el quincho, más allá, una miríada de chicos, y el olor de esas hamburguesas que me traje a casa en la ropa. Don Marcelo Álamo es el cocinero oficial del Comedor y del Hogar. Este mediodía, como tantos otros, alumnos y docentes de la escuela Virgen Niña los visitan para que los chicos se integren y para colaborar con la reparación de los espacios. El plan para el día era comenzar con el espacio de estudio donde los chicos reciben apoyo escolar. Después, seguirían con la enorme biblioteca a la que “van más las chicas. Las adolescentes. A leer cosas de amor”.
También estaba Guido, que planificó el armado de una huerta junto a los chicos, a quienes ya les había dejado, para que aprendieran a cuidarlos, hijos y más hijos de un frondoso lazo de amor.
"Los chicos los cuidan. Los riegan. Guido dijo que tenemos que cuidarlos", me cuenta sonriente Marta, para quien ese gesto y esa tarea son estimuladoras de los dones del cuidado que Mónica brindaba para que, en una cadena de favores sin espera de devolución, también los niños criados enseñaran en sus años más adultos la importancia del cuidado de todos los seres, habiendo aprendido antes a cuidarse ellos mismos.
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Mónica sonreía con llanto. En 2005, al menos, esa impresión me quedó en la fotografía más genuina que pudo capturar la memoria de mi mirada. Las ojeras pronunciadas, los ojos castaños, esmerilados, brillosos como el de las esquirlas de una botella de cerveza rota. Y, sin embargo, la espuma en sus labios, la sonrisa dispuesta, a pesar del pasado que no la perseguía sino para que nadie que estuviera a su vista ocupara un lugar en el contexto de sufrimiento en el que ella había vivido los primeros años, fundantes, de su vida. Porque a no todos les es difícil revertir la experiencia de la infancia. Porque a no todos les es fácil resignificar la dureza que Mónica vivió para transformarla, como resiliente, en un acto de fe, emprendimiento, sentido y bondad.
Mónica Carranza nació en Parque Patricios, donde vivió hasta los nueve años con sus once hermanos, quienes, tras la muerte de su padre, fueron separados e internados en diversos colegios. Pero Mónica sintió que su lucha debía comenzar afuera. Se escapó y comenzó a vivir en la calle, donde pasó hambre, frío y violencia. En la intemperie de una ciudad que no la protegía, y luego de ver morir a su hermana, víctima del invierno y la inanición, nació su sueño: ella quería ser grande para ayudar a los necesitados. Así fue. Luego de casarse, fundó en su propia casa de Mataderos el comedor comunitario Los Carasucias. No fue fácil. Los protegidos eran cada vez más. En 1996, los Carranza hipotecaron su casa y alquilaron un galpón. Mónica y sus voluntarios salieron a vender flores para pagar el alquiler. Y llamaron a la solidaridad. Y la escucharon. Entre subsidios y donaciones, comenzó a cubrir las necesidades de muchísimas personas.
Al 24 de junio de 2017, aunque la reconocieron y apoyaron su lucha, el Hogar paga los servicios públicos del peculio de Beto, la última pareja de Mónica. Si falta algún papel, no lo sé y no es de importancia. No falta ningún papel. Están cubiertos por todos los que trabajan para que ese lugar se mantenga y crezca algún día. Lo que falta es la certeza de que no pueden existir desidias ni reglamentos ortodoxos para un lugar con fines altruistas como el Hogar de una precursora de saciedad de lo más necesario (contención, educación, salud, comida y agua) que ha emprendido esta lucha hace más de 26 años. Si algún papel falta es el del Estado y es el de los recaudadores de las tarifas de agua, luz, gas, teléfono, cable e impuestos inmobiliarios que no deben cobrarle un centavo a una entidad que no solo no tiene fines de lucro, sino que tiene los fines que ellos deberían patrocinar, con los gobernantes de turno y pasados y futuros a la cabeza. El Hogar de Pontevedra ya se cerró porque las roturas de las instalaciones de agua no pudieron ser costeadas.
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El reloj marca las 13.30 este sábado 24 de junio de 2017, en la cocina del Hogar, donde sobre estantes y pendiendo de las paredes se revelan fotos de Mónica y de sus hijos y con figuras públicas o dando charlas, como descubrí después en todos los salones. En el comedor, donde almuerzan todos juntos, luego de concurrir a las escuelas N°. 7, N°. 13 (distrito 20), N°. 16 y al jardín de la Plaza Salaberry, en cuyo centro de salud “atienden muy bien a los chicos”, tienen una tele inmensa, solo faltan 40 metros de cable para que la pantalla negra entretenga a los habitantes con los dibujitos y “las novelas que miran las chicas. Y nosotras”.
Abajo están las habitaciones de los varones; arriba, las de las nenas y las de las madres, como Rita, que viven ahí con sus hijos. El denominador común es el calor de la loza radiante y los peluches en cada cama. Guardapolvos colgados, medias apoltronadas en anaqueles de madera, y silencio. Por ahora, que están todos alrededor de la mesa del quincho, con los visitantes, comiendo hamburguesas. En la parte baja de una cama marinera, escoltado por dos gorilas de peluche y un vaso de agua vacío, un bebé duerme profundamente, moviendo apenas los deditos inquietos por los sueños de los sueños.
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Rita vive en el Hogar con sus siete hijos. Hace más de siete años. Está tan inmensamente agradecida con Roberto, el hijo de Mónica, como tan inmensamente deseosa de juntar los últimos dieciocho mil pesos que le faltan para pagar su casa en González Catán.
“Quiero criarlos sola, en un lugar. ¿Sabés? Me encanta cocinar. Me encanta. Yo cocinaba hasta que quedé embarazada del último de mis hijos: me daban arcadas los condimentos. Y ahora me quiero ir. Quiero darles un futuro y un espacio íntimo de la familia. Trabajo en una milonga, como cocinera, pero es difícil juntar lo que me falta”.
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Lo que me falta. Lo que falta. Cuando hace trece años visité el hogar, sentí que Mónica era un hilo conductor, invisible, gusano de seda, que propulsaba permanentemente la expansión de la empresa de cobijar a los niños en situación de calle. Este sábado, como si esta partida de Mónica hubiera tenido consecuencias, sentí que al coraje de los actuales colaboradores les falta el coraje de la ayuda estatal. Que ese predio es hermoso y gigante y que, aunque algunos chicos violentados por el arrastre de sus días, rompan puertas y paredes, puede blandir más y más picaportes y abrazar entre muros de amparo a decenas y decenas de otros tantos menores, además de los actuales habitantes. Me fui con la sensación del gran ahogo del esfuerzo. Me fui con la sensación de que Mónica estaba pidiendo por favor que alguien mantuviera no solo su memoria, sino también su misión, su misión ambiciosa: la de amparar con abrazos de carne y peluche a más y más niños en situación de calle. Cosas de barrio. Cosas de amor. Y cosas para las que el amor y la entrega no alcanzan si los representantes del pueblo no erigen como prioridad, como Mónica, la de ejercer una vocación —política, la supuesta de aquellos—, la de no pasear por esos lares en tiempos de oportunidad, sino pasar para dar oportunidad todos los días a estos lugares donde los corazones laten desesperadamente por una esperanza que se queda en el verde viscoso, en el verde difuso, como la foto movida de un bosque rico.